Por Rodolfo Fucile para Arte es Ética
En esta oportunidad quisiera dedicarme, ya no a la ilegalidad y el daño laboral que pueden causar
las IAs, sino a la pérdida del oficio y el proceso creativo. ¿Y por qué detenerse en este aspecto?
Porque algunos discursos que circulan -sin dudas impuestos por las empresas desarrolladoras-
afirman que no hay ninguna pérdida sino transformación. Y que los ilustradores que no se adaptan
a esta tecnología son retrógrados, que no logran ver el potencial de esta nueva “herramienta”.
Vayamos por partes: en realidad las IAs generativas no son una herramienta más, como puede ser
el Photoshop o la tableta digitalizadora, por dar ejemplos cercanos. Estas herramientas se desarrollaron acreditanto y remunerando a programadores y creativos que diseñaron filtros, pinceles digitales e imágenes prediseñadas. Representan una alternativa al dibujo artesanal, pero siguen requiriendo de la capacidad de dibujar, pintar y concebir los distintos aspectos de la imagen. En ningún momento borraron del mapa al ilustrador, que es quien participa de todo el proceso de creación.
Las IAs, en cambio, dejan este proceso en manos de un algoritmo. El “creativo” ahora se limita a dar un par de
instrucciones de texto y el programa devuelve un resultado, donde la mayor parte de las
decisiones quedan fuera del alcance del usuario (pensemos que todo lo no dicho es infinitamente
superior a lo expresado en el “prompt”).
Esto es lo que ocurre con la popular aplicación Midjourney. Una plataforma privada entrenada gracias a la apropiación de miles de millones de imágenes sin consentimiento de sus autores; que además se perfecciona con cada interacción (por eso decimos que usarla es autodestructivo).
Se me puede objetar que otros programas funcionan de manera híbrida, ya que el usuario puede ingresar una imagen propia y luego pedirle al software que lo complete o lo transforme al estilo de Breccia, Moebius o Dalí.
Profundicemos este aspecto: es inobjetable que todos nos nutrimos de la obra de otros, que tenemos influencias y que nos formamos en una tradición. Pero incluso cuando pretendemos emular el estilo de otros, realizamos innumerables procesos técnicos e intelectuales, para tratar de imitar el efecto. Observamos, medimos, analizamos el grosor de la línea, el contraste, la paleta de colores, la distribución de los elementos en la composición, etc. Cuando el resultado no nos convence, revisamos y tratamos de sacar conclusiones, para reintentarlo. Esto nos pone frente a obstáculos que tratamos de superar, entrenando la mano y
afinando la percepción.
Y voy más lejos: hasta el mayor copista y calcador de imágenes, cuando repasa la línea ajena, comprueba cómo funciona la imagen por dentro y aprende algo. Podríamos decir que no tiene ningún mérito artístico pero, al menos, adquiere un conocimiento, que luego puede utilizar de un modo más imaginativo y personal. En cambio, cuando este procedimiento se automatiza, esa oportunidad desaparece. Hay una pérdida total y completa de las capacidades y del proceso creativo.
Cabe preguntarse a quién beneficia el uso de esta tecnología que sustituye el trabajo humano. ¿Por qué es necesario automatizar tareas que no son insalubres ni inseguras? ¿Tiene sentido acelerar la producción de dibujos, ilustraciones, tareas creativas en general? ¿Quién se apropiará finalmente de esta aceleración desmedida?
Algunos creen que no queda otra que aceptarla y adaptarse. Otros pensamos que podemos cuestionarla y enfrentarla. El debate sigue abierto.
También sigue firme la necesidad de reflexionar sobre el impacto que las IAs están causando en el empleo y en el aprendizaje de los futuros ilustradores y artistas gráficos. Esperemos que esta reflexión se multiplique y se traslade a otros oficios en peligro de extinción.