escribe Cecilia La Rosa | ilustradora especializada en el área infantil/juvenil
Tengo que presentar unos bocetos para final del mes. Todavía no empecé. He estado tan liada con otras cosas, que no he tenido tiempo de sentarme a dibujar. Releo el texto, reviso el storyboard, agarro el papel, y empiezo a tirar líneas. Completo el que será mi primer intento. Las proporciones están mal, la composición es aburrida, los personajes no tienen vida. ¿Cómo es posible? Llevo años dibujando, debería ser inmediato, debería poder resolverlo con facilidad. Hago un segundo intento. Noto una pequeña mejora, pero mínima, aún estoy lejos de lo que quiero lograr. Pienso si hacer un tercer intento. A la tercera, la vencida, ¿No es así? Resisto el impulso de agarrar el celular y ponerme a resolver un solitario o scrollear un rato en Instagram. El lápiz se desliza por el papel, pero el resultado sigue sin ser lo que espero. Nada. Me rindo. Como dice un amigo mío, “hoy no es un buen día de dibujo”. Mañana, tal vez.
Ahora sí, agarro el celular. Abro Instagram, después Pinterest. Busco ideas, inspiración. A ver si algo de lo que veo me sirve como disparador para poder resolver mi boceto. Veo un sinfín de ilustraciones, obras de arte, imágenes. Algunas me llaman la atención. Abro los enlaces, veo los portfolios de otros artistas. Vuelvo atrás. Entre la búsqueda de inspiración, encuentro una receta de pescado al horno que me gustaría probar. La miro, leo los ingredientes; demasiados. Vuelvo atrás. Me acuerdo de que tengo que comprar aceite, le pregunto a un amigo que vive cerca si hoy se va a acercar a Carrefour. Me dice que mañana, que hoy está liado con una página que tiene que programar y que no le está saliendo como esperaba. Charlamos un rato. Su madre bien, su padre como siempre, su hermana viene de visita en tres meses. Pienso en cuánto hace que no voy a Madrid a ver a mi familia, y le mando un mensaje a una prima para ver qué tal está. Están haciendo un podcast con unos amigos, me pasa el enlace. Lo escucho y me juego un solitario mientras tanto. Me aburro del solitario y me pongo a ordenar con el podcast de fondo. Cuando termina, una hora después, mi mesa está impecable, pero no puedo recordar nada de lo que acabo de escuchar. Ya es la hora de comer.
“Tener tolerancia a la frustración es una de las habilidades esenciales de las personas.
“El arte de no amargarse la vida” (2011), Rafael Santandreu
La tolerancia a la frustración nos permite disfrutar más de la vida, ya que
no perdemos el tiempo amargándonos por las cosas que no funcionan.”
¿Qué es la frustración? Es la respuesta emocional común que los humanos experimentamos cuando tenemos un deseo, una necesidad o un impulso y no logramos satisfacerlo. Esa falta de satisfacción se transforma en molestia, en decepción, en ira. En un estado de vacío no saciado donde, cuánto mayor sea la barrera a nuestro deseo o necesidad, mayor será la frustración resultante por no alcanzarla.
Una palabra me llama la atención: “común”. Entendida como normal, frecuente, habitual. O común, aquello que pertenece a todas las personas, o se manifiesta en todas ellas. Es decir, en algún momento u otro, todos hemos sentido frustración. No es la primera vez que la siento, no será la última. Darme cuenta de ello también me resulta frustrante.
Volvamos a la situación del inicio. Supongamos que yo, que no tenía un buen día de dibujo, pudiera resolver esa situación de forma instantánea. Al fin y al cabo, no me interesa el proceso, no quiero perder tiempo, sólo quiero resolverlo. A día de hoy, las inteligencias artificiales generativas no están lo suficientemente avanzadas como para poder cumplir con lo que estoy necesitando, pero imaginemos por un instante que sí lo estuvieran. Obviemos la violación de los derechos de autor, obviemos las implicaciones laborales a futuro. Sólo imaginemos, por un instante, que yo, que no tenía un buen día de dibujo, puedo solucionar la ilustración con un click. Problema resuelto. Factor de frustración: eliminado. Nadie quiere sentimientos negativos en su vida, ¿Verdad?.
Tengo una necesidad, y la satisfago. Tengo hambre, como. Quiero una pizza, la pido y en 20 minutos la tengo en mi casa. ¿Quiero ver una película? la opción está a un click. Si en algún momento empiezo a sentir una sensación de displacer; si noto que mis niveles de serotonina, que me mantienen en un estado invariable y mantenido, bajan (por lo que sea) mínimamente, sólo tengo que estirar la mano, agarrar mi celular, e inmediatamente puedo llenar ese vacío con luces de colores, imágenes, juegos, películas, artículos, charlas… No hay más frustración.
Sin embargo, hay algo que me deja intranquila. ¿La frustración es una sensación inútil? ¿Por y para qué existe? Puedo imaginarme que es algo completamente inservible, un despojo de un tiempo pasado que quedó en mi cuerpo, como el apéndice que a día de hoy sólo me sirve para tener apendicitis. Sin embargo, algo me dice que, si está ahí, es por algo. El miedo es una sensación desagradable, a nadie le gusta tener miedo. Sin embargo, esa sensación tan poco placentera es parte de mi mecanismo de supervivencia; algo que activa mi cerebro reptiliano y me dice que debo cruzar la calle, alejarme del ruido de una explosión o no acariciar a un cocodrilo. ¿Y la frustración?
“La frustración es un signo muy positivo. Significa que la solución a tu problema está dentro del alcance, pero lo que estás haciendo actualmente no está funcionando
Anthony Robbins.
y necesitas cambiar tu enfoque para lograr tu objetivo”.
Está comprobado que la frustración, como todas las emociones, tiene una función. Sirve como una alarma que me muestra que hay una necesidad que quiero satisfacer, y que no he conseguido. La consciencia sobre esa necesidad me sirve para estimular determinados procesos que tienen como finalidad el ayudarme a ser capaz de adaptarme a dificultades específicas que me pueda encontrar. Me ayuda a construir herramientas para fortalecer mi seguridad interna, para darme una imagen positiva de mí misma, y me permite ir tolerando, poco a poco, frustración a frustración, la adversidad. Es decir, ese sentimiento tan molesto, me enseña a resolver conflictos, a autorregularme, a manejar mis emociones. Me enseña a confrontar situaciones difíciles, a probar recursos nuevos para solucionarlas y, si lo logro, me ayuda a fortalecer mi autoestima. Y, si no lo logro, me enseña que puedo pedir ayuda, que tengo que buscar otros recursos, que hay cosas que todavía no puedo resolver por mí misma o que, en ese momento, tal vez por situaciones externas, hay algo que me impide cumplir esa necesidad.
Si eliminamos la frustración de nuestras vidas, entonces, ¿Qué sucede? Hay una falta de control emocional, hay un aprendizaje natural del que me estoy privando, lo que me va a ocasionar una incapacidad para la flexibilidad y para la adaptabilidad. Y me va a traer consecuencias que no son las esperadas, como la impulsividad o la impaciencia. No puedo enfrentarme a ninguna situación que me genere un mínimo de displacer. Pierdo la capacidad de generar nuevas herramientas, y llegar a nuevas soluciones.
Quiero compartirles una historia sobre música. Keith Jarret es un pianista de Jazz estadounidense. Tocó, para ponernos en contexto, con Charles Lloyd y Miles Davis, entre otros. Hay una anécdota que siempre me resultó curiosa:
En 1975, Jarret había sido contratado para dar el primer concierto de jazz que se organizaría en la Köln Opera House, en Colonia, Alemania. Más de 1400 personas iban a asistir. Al ser un concierto de improvisación, una jam, Keith Jarret llegó a la sala a solo unas horas del comienzo de la representación. Y descubrió que, por error y falta de experiencia de los organizadores del evento, habían colocado el piano equivocado en el escenario: un piano que se utilizaba únicamente para ensayos y que se encontraba en pésimas condiciones, con algunas cuerdas rotas, pedales que no funcionaban, y de un tamaño tan pequeño que era imposible que la acústica generada por el instrumento fuese suficiente para alcanzar a las últimas filas de la sala. Con tan poco aviso, era imposible conseguir otro piano. Jarret a punto estuvo de cancelar la actuación. Sin embargo, cedió ante la petición de los organizadores, y el 24 de enero de 1975, a las once y media de la noche y frente a una sala completa, Keith Jarret se sentó en el piano destartalado y tocó. Tuvo que mantenerse en una escala determinada, evitando aquellas teclas que no sonaban, se vio obligado a generar una base rítmica y repetitiva para crear un colchón para el sonido deficiente del piano, buscando los registros más bajos y tocando con fuerza para lograr que el sonido llegase a la última fila. The Köln Concert es la grabación de piano más vendida de la historia, y uno de los discos de jazz más reconocidos mundialmente.
“El éxito y el fracaso son igualmente desastrosos.”
Tennessee Williams
¿Será entonces que las dificultades nos hacen buscar nuevos caminos para llegar a nuevas soluciones? Evidentemente, nadie quiere obstáculos innecesarios; el primer instinto siempre es evitarlos. A quién no le gusta el éxito fácil, ¿no es así? Esos inconvenientes se colocan en el camino hacia el objetivo, interponiéndose entre nosotros y un resultado final. Sin embargo, si enfrentamos esos obstáculos, podemos llegar a resultados inesperados, únicos, distintos a cualquier otra cosa que hubiésemos planificado en un inicio. A veces esos caminos truncados nos señalan a otros lugares que no habríamos podido encontrar siguiendo una línea recta. Esa disrupción obliga a reformular los métodos, obliga a detenerse, a pensar un poco más, a trabajar un poco más, a interpretar de otra manera; eso también es creatividad, que se desarrolla en el camino, no en el resultado final. El fin, como bien indica la palabra, es el término, la conclusión. En el desarrollo previo, está el aprendizaje.
Todos esos errores y aciertos, van añadiendo nuevas capas de significado, van haciendo que surjan cosas nuevas, que la idea original se transforme hasta llegar a un resultado más eficiente del que habíamos visualizado en un momento, más interesante, porque está lleno de experiencia humana.
Ahora, me pregunto, ¿Y qué sucede con aquello que no puedo controlar? Uno siente frustración cuando sucede algo desagradable e inesperado, algo inevitable, algo injusto, algo que nos hace sentir impotentes frente a un objetivo que no estamos pudiendo lograr. Pero esa frustración no es constante, no es un sentimiento que surge de forma aislada: hay un contexto. No es lo mismo el nivel de frustración que siento cuando el colectivo me deja esperando cuarenta minutos en la parada si estoy por ir a pasear a la plaza, que si estoy llegando tarde al al cine. O cuando estoy agotada y quiero volver a mi casa. Esa frustración es una indicación de algo más: ¿Estoy cansado? ¿Estoy ansioso? ¿Estoy llegando tarde? El punto de partida de las emociones previas que estoy sintiendo, van a modificar el cómo me posiciono frente a esa disrupción.
Los humanos tendemos a analizar el cómo nos posicionamos frente a distintas situaciones. Cuando algo sucede, primero lo categorizamos: ¿Es bueno o malo? Frente a esa evaluación del evento en sí, decidimos el significado que tiene en nuestro contexto y evaluamos las implicaciones que tiene frente a nosotros. ¿Es justo? ¿Es recriminable? ¿Puedo manejarlo? El evento en sí no se modifica: lo que se modifica es nuestra habilidad de gestión. En este proceso, surgen las etiquetas que le ponemos a distintas situaciones. El colectivo siempre llega tarde. Esto se conoce como Distorsión Cognitiva, que se traduce en la manera en la que, erróneamente, tendemos a procesar información. También se lo conoce como Creencias Irracionales, ese fatalismo que nos acompaña con la frustración, cuando no podemos conseguir aquello que queremos. Nunca me sale nada bien, No puedo hacerlo. Y, sí, muchas veces son irracionales. Evidentemente el colectivo no siempre llega tarde. El que no pueda hacerlo ahora no quiere decir que no pueda hacerlo más adelante. Y, seguramente, algo de todo lo que hacemos a lo largo de nuestras vidas nos sale bien. Aprender a reconocer esos sentimientos nos ayuda a gestionarnos emocionalmente, comprender nuestras necesidades y nuestro entorno, y es parte del mismo aprendizaje de ser humanos. Si eliminamos la frustración, ese aprendizaje no existe.
No solo nos sirve para esto. Igual que el miedo nos pone en alerta frente a un peligro, la frustración nos puede poner en alerta frente a una injusticia; eso que sentimos cuando se nos niega una necesidad. Y, al igual que con el miedo, tu cuerpo te prepara para responder. El miedo te da las herramientas para escapar de ese peligro, la frustración para enfrentarlo. El ritmo cardíaco se acelera, la respiración se agita, el sistema digestivo se ralentiza para conservar energía, los vasos sanguíneos se dilatan para irrigar más sangre a tus extremidades: estás preparado para luchar contra esa injusticia. Es una fuerza impulsora, del mismo modo que la sed te impulsa a beber agua, la frustración te impulsa a responder frente a esa injusticia. Son esas reacciones atávicas que seguimos arrastrando desde que empezamos a ser especie. O sea, mientras sigo con mi “no buen día de dibujo”, la frustración que siento me está dando las herramientas para atacar (literalmente) esa maldita hoja de papel que no refleja el resultado que quiero. Curioso, ¿No?
Hay muchas cosas que nos generan frustración, cosas cotidianas, mínimas, que tenemos que aceptar que no merece la pena gastar energía en la lucha, sino reformular esa energía. No puedo golpear la hoja hasta que me salga lo que quiero, ese sentimiento de lucha que uno trae consigo de nuestra historia evolutiva no siempre es útil cuando se toma de forma literal. La violencia ya dejó de ser, por suerte, un mecanismo válido para resolver problemas. Pero esa energía puede ser reformulada, ese impulso puede servirme para mirar la hoja en blanco, respirar profundo, y seguir intentándolo. Y aceptar que, o lo que quiero lograr me va a requerir más esfuerzo, o que no tengo las habilidades para resolver el problema, con lo cuál voy a tener que volver unos pasos atrás y fortalecer mis bases para encontrar una solución.
Ahora, y para concluir, quiero dejar en claro algo. La frustración, muchas veces, nos la puede generar cosas mínimas que no merecen la pena, es cierto. Pero hay otras cosas que sí merecen la pena. La destrucción ambiental. La precarización laboral. La explotación, el racismo, el sexismo, la homofobia. ¿Cómo podría uno indignarse, enojarse, plantarse frente a una injusticia, si no siento la frustración primero frente a algo que no puedo controlar? La única manera es sintiendo esa emoción; enojándose primero y canalizando esa energía para contraatacar. Y, como dije, esa reacción no tiene por qué ser violenta. Uno puede protestar, manifestarse. Puede ser voluntario en una causa. Puede exigir a los dirigentes políticos que apliquen cambios para modificar esas situaciones, defender nuestros derechos, luchar por un mundo más justo y más humano. Podemos organizarnos, agruparnos y crear comunidades para luchar en conjunto contra estas injusticias. Podemos hacer arte.
El mismo hecho de que yo me encuentre escribiendo esto y formando parte de Arte es Ética parte de un sentimiento de frustración hacia una injusticia. Pero puedo hacer algo al respecto, puedo encontrar una comunidad a la que le importe lo mismo que a mí, y con la que defendernos en conjunto y defender, así mismo, nuestros derechos.
Así que, la próxima vez que sienta esa frustración, el próximo “no buen día de dibujo”, me voy a detener por un segundo. Voy a respirar hondo. Voy a pensar en qué hay detrás de aquello que me frustra. Y sí, voy a abrazar ese sentimiento tan humano, tan necesario, voy a tomar toda la energía atávica que me está dando para enfrentar las dificultades. Y voy a generar un cambio.
“Sin frustración, no descubrirás que puedes hacer algo por tu cuenta.
Bruce Lee.
Crecemos a través del conflicto”.